Blogia
noticias

La matanza de Atocha

Una multitud se congregó el 26 de enero de 1977
ante el Palacio de Justicia de Madrid, donde se inició el cortejo fúnebre de
varias de las víctimas del atentado de dos días antes contra los abogados
laboralistas de Atocha. (EL PAÍS)

En aquellos tiempos turbios y extremadamente
inciertos se pensaba (y yo todavía lo sigo creyendo) que los detenidos no eran
más que la punta del iceberg


Cuánto miedo hemos pasado en la Transición. Terror,
pánico y negra incertidumbre. Los fascistas apaleaban a la gente por las calles


El 30 de octubre de 1978, 15 días después de
publicar los reportajes, una bomba estalló en El PAÍS y mató a un compañero y
mutiló a otro

Lo que se conoce como la matanza de Atocha es el asalto
criminal que tres pistoleros de extrema derecha hicieron a un bufete de abogados
de la madrileña calle de Atocha. Era un despacho laboralista de CC OO, un lugar
conocidísimo en el que un puñado de jóvenes letrados se dejaban la vida y la
salud, trabajando durante horarios inhumanos y recibiendo a cambio un paupérrimo
sueldo mensual de 30.000 pesetas por cabeza. Hoy sería muy difícil encontrar una
entrega semejante a un ideal común, pero la España de entonces, en el principio
de la Transición, era una sociedad enardecida y entusiasta. Ese generoso
entusiasmo hizo que aquel 24 de enero de 1977 los laboralistas de Atocha se
encontraran todavía a las diez de la noche en el despacho, a punto de empezar la
última reunión del largo día y masticando un bocadillo apresurado porque no
tenían ni tiempo para comer. Fue entonces cuando los pistoleros llamaron a la
puerta. Reunieron en una habitación a las nueve personas que quedaban en el piso
y las ametrallaron fríamente. Murieron cinco: Francisco Javier Sauquillo, Luis
Javier Benavides, Serafín Holgado y Enrique Valdevira, abogados, y Ángel
Rodríguez, el conserje. Sobrevivieron cuatro, tan espantosamente heridos que los
asesinos les dieron por muertos: los también laboralistas Dolores González,
Miguel Saravia, Alejandro Ruiz y Luis Ramos.

Veinte meses después, cuando estaba por empezar el juicio,
decidí realizar una reconstrucción novelada del caso. El reportaje constaba de
tres capítulos, que se publicaron en días consecutivos. En el primero exponía la
vida, los pensamientos y el ambiente de los asesinos, de los tres ejecutores,
Fernando Lerdo de Tejada, Carlos García Juliá y José Fernández Cerrá, y del
supuesto inductor, Francisco Albadalejo, los cuatro en prisión. En el segundo
hacía lo mismo con los abogados y describía el crimen. En el tercero exponía las
muchas contradicciones que había en el caso y apuntaba las sospechas que todos
teníamos. Porque en aquellos tiempos turbios y extremadamente inciertos se
pensaba (y yo todavía lo sigo creyendo) que los detenidos no eran más que la
punta del iceberg, y que los verdaderos inductores estaban impunes y en la
sombra.

Tengo el convencimiento de que en un trabajo periodístico
jamás se debe poner un solo dato inventado, por nimio que sea. De manera que, si
yo reconstruía un encuentro de los fascistas en la cafetería Denver y decía que
Albadalejo se tomaba su segunda copa de Magno, por ejemplo, era porque
previamente alguien me había contado ese anecdótico detalle. De manera que el
reportaje supuso un esfuerzo de investigación, un enorme trabajo que además
resultó muy desagradable porque, por un lado, tuve que hablar con los colegas
del despacho laboralista y con los supervivientes, que por entonces todavía
tenían graves secuelas físicas (algunos las siguen teniendo aún hoy) y que desde
luego seguían traumatizados, y les obligué a revivir todo ese horror. Fueron
unas conversaciones angustiosas y, de hecho, no todos los supervivientes
quisieron o pudieron hablar conmigo.

Pero es que además, para reconstruir la vida de los asesinos,
tuve que conectar con los círculos de extrema derecha de la época. Recuerdo el
mucho miedo que pasé, la enorme congoja. Como remate, conseguí entrevistar a los
asesinos en la cárcel. Dado que el juicio estaba pendiente, no podíamos hablar
de la matanza, protegida por el secreto del sumario. Pero de todas formas me
interesaba hablar con ellos; yo quería conocerles, quería comprender, por
ejemplo, qué podía llevar a un chico de veinte años como Carlos García Juliá, un
rubio de ojos azules de aspecto simplón y normalísimo, a cometer un acto tan
atroz. De hecho, al parecer fue él quien comenzó la masacre. "¡Pero si yo soy
incapaz de matar una mosca!", me dijo Juliá con gesto desconcertado. Y creo que
con ello no estaba intentando negar la autoría, que estaba fuera de toda duda,
sino evidenciando su confusión y su enajenación. El fanatismo funciona así:
deshumaniza al enemigo y convierte a las personas en menos que moscas.

Las horas que pasé en la cárcel fueron amargas. Tuve que
conversar con ellos aparentando normalidad, cuando dentro de mí sentía deseos de
chillar. Porque yo conocía a los abogados de Atocha, y porque aquella matanza
fue un verdadero trauma para todos. Cuánto miedo hemos pasado en la Transición.
Terror pánico y negra incertidumbre. Los fascistas apaleaban a la gente por las
calles, EL PAÍS era desalojado día sí y día no por amenaza de bomba, muchos
periodistas (y sindicalistas, y feministas, y líderes sociales) recibíamos
anónimos amenazantes, el ruido de sables de los golpistas adquiría en ocasiones
dimensiones de estruendo y circulaban por doquier listas negras de actores,
periodistas, cantantes y demás gentes de izquierdas que supuestamente serían los
primeros en ser ejecutados cuando se levantara en armas el facherío. De modo que
cuando sucedió lo de Atocha, todos creímos que el momento de la muerte había
llegado, que ésa era la noche de los cuchillos largos. En fin, recuerdo que salí
de hablar con los asesinos y se abatió sobre mí el peor dolor de cabeza que
jamás he tenido. Era la tensión, que cobraba su precio.

También los abogados habían recibido serias amenazas. Estaban
asustados, pero siguieron con su trabajo, y eso les hace heroicos, porque la
heroicidad consiste en sobreponerse al miedo razonable. Hasta que llegaron los
matones. Cayeron unos encima de otros entre temblores de agonía y, cuando los
asesinos se marcharon, los supervivientes salieron de debajo de los cadáveres de
sus compañeros y se arrastraron en medio de un silencio fantasmal, embadurnados
de sangre propia y ajena, hasta reunirse junto a la puerta, asombrados de seguir
respirando pese a las terribles heridas, la cara de Lola reventada por una bala,
el pecho de Alejandro agujereado, el vientre de Miguel hecho un destrozo.

Polémica
He dicho que este fue el reportaje que más disgustos me trajo.
Su publicación suscitó una enorme polémica y hubo mucha gente, incluso muchos
amigos, que lo criticaron acerbamente. Ahora he vuelto a leerlo y no me parece
insensato. Incluso diría que los dos primeros capítulos podrían estar, a mi
juicio, entre mis mejores trabajos. Pero lo hice demasiado pronto, demasiado
cerca de la matanza, y mi esfuerzo por entender los mecanismos del fanatismo,
por meterme también en la cabeza de los asesinos, irritó a aquellas personas
que, muy comprensiblemente, sólo ansiaban insultarles y verles como monstruos.
Sí, desde luego eran monstruosos, pero ¿cómo llega uno a ser así? Sólo
entendiendo ese proceso podemos intentar evitarlo, pensaba yo. Pero eran tiempos
demasiado álgidos, demasiado turbulentos para disquisiciones semejantes: el 30
de octubre de 1978, dos semanas después de la publicación de los reportajes, una
bomba estalló en El PAÍS y mató a un compañero, apenas un muchacho, y mutiló
gravemente a otro. Sí, eran tiempos de sangre y de hierro. Esta España de hoy,
tan diferente, se ha construido así, con el sacrificio de callados héroes
civiles, como nuestros colegas de EL PAÍS o los abogados laboralistas de Atocha.

ELPAIS.es
ROSA MONTERO

0 comentarios