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Mestizos

En una de esas noches de bochorno abrasador fui con mi gente a
la plaza de San Pablo, donde los tambores sonaban con ritmos africanos. Codo con
codo, músicos negros del Senegal o Malí y músicos blancos de Cuba o Puerto Rico
golpeaban los parches. Consideré el espectáculo con la extrañeza inicial que las
percusiones obsesivas despiertan en mi alma celta, pero hubo luego algo, quizás
la súbita activación de algún residuo genético oriental y lejano, que me hizo
entender el lenguaje de los bongós. Entonces se adueñó del escenario una joven
bailarina y agitó sus brazos y tendió sus manos como si con ellas pudiera
capturar a los espíritus del aire, domeñar el trueno o impulsarse por una
escalera invisible para después echar a volar. Muy hermoso.

Había en el público inmigrantes de todos los colores, payos,
gitanos, marginales y honrados vecinos de Zaragoza. Delante mío, dos
adolescentes llegadas de las orillas del Caribe, de Colombia o Venezuela
probablemente, movían sus tiernas caderas de manera casi idéntica a la de varias
otras jovencitas calés, con el vaivén giratorio que las danzarinas sagradas de
Babilonia usaron hace milenios o con el mismo que aún utilizan hoy las doncellas
polinesias cuando ejecutan ritos de seducción a la luz de la luna. Mi sobrina
Tamara erguía sobre las cabezas del público su pálida belleza rubia de princesa
boreal y me pregunté de qué ancestro normando podría venirle aquella
interminable gentileza de cisne escandinavo. Vi entonces que los ojos de la
muchacha se cruzaban por una fracción de segundo con los de otro joven
igualmente alto y esbelto, oscuro y fascinante, que agitaba lentamente una
cabellera trenzada al viejo estilo de los guerreros nubios.

Más tarde, cuando ya volvía a casa, pasé junto a la iglesia de
San Pablo y al contemplar su arco gótico lombardo, las paredes mudéjares y el
alero decorado con motivos platerescos recordé que ésta ha sido siempre una
ciudad mestiza. Y por ello, inmortal.

El Periódico de Aragón
JUOSE LUIS Trasobares

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