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Negros y pobres, no les importamos nada

El emblema del pequeño pelícano rodeado de cuatro estrellas blancas
descuella sobre el puente Gran Nueva Orleans, la única vía de acceso por tierra
al lado oriental de la ciudad arrebatada por la violencia del Katrina. Cruzando
el Mississippi, entre las columnas de vehículos militares y los coches del FBI,
se llega al terreno donde, hasta la mañana del viernes, se atrincheraban las
bandas armadas y ahora reina el orden impuesto por el general Blum, comandante
de la Guardia Nacional. Los signos de los enfrentamientos se sobreponen a las
devastaciones del Katrina. Los pick-up de las bandas, abandonados y marcados por
los golpes, acampan en las calles repletas de escombros.

Vestidos, cristales rotos y charcos, es todo lo que se puede ver.
Además de algunas mujeres que vagan con sus hijos y botellas de agua dentro los
carros robados en los supermercados, las únicas personas en las calles son los
soldados, los policías y los agentes del FBI. Al lado del Centro de
Convenciones, la Piazza Italiana tiene un aspecto fantasmagórico. Pocos metros
más allá, bajo una bandada de helicópteros, se levanta el Superdome, escenario y
símbolo de las heridas provocadas por el huracán.

El estadio está protegido por la Guardia Nacional como si fuera una
ciudadela. Decenas de militares vigilan las entradas armados con M-16. El
capitán Andrew Lindren, apenas un treintañero, ha creado con sus agentes un
pasillo de salida. A través de él, las más de cuatro mil personas que aún se
encuentran en el estadio pueden llegar a los autobuses que periódicamente vienen
a recogerlos para evacuarlos hacia los centros de acogida en Texas, Alabama,
Mississippi y otras localidades de Luisiana. "No hemos entrado en el Superdome y
no lo haremos, esperamos que que salgan los refugiados", explica el capitán. La
razón es que el general Blum no quiere que haya una crisis con los civiles.
Entre los refugiados del Superdome la tensión es todavía alta. Se estima que
entre 200 y 300 personas no quieren dejar Nueva Orleans de ningún modo y que
entre ellos se esconden aquellos que el capitán Lindren define como "algunas
docenas de malos bichos". Criminales comunes o buscados por los actos violentos
que se cometieron en la ciudad en los últimos días que, al llegar al Guardia
Nacional, se largaron mezclándose con los que huyeron. "Sabemos quiénes son. No
conseguirán escapar. Cuando todos los civiles hayan dejado voluntariamente el
Superdome nos ocuparemos de ellos", dice el capitán dando a entender que la
rendición de cuentas con los "malos bichos" sólo es cuestión de tiempo.

Los militares, de todas formas, no tienen prisa. La prudencia se
explica por la irritación que se huele en el aire y que transforma el Superdome
en una suerte de olla a presión que puede estallar en cualquier momento. Sólo
hace falta hablar con los refugiados que están a la espera de subir en los
autobuses para darse cuenta de la situación. "Yo estoy aquí, mis hijos están en
Mississippi, mis padres no sé dónde", dice un hombre de unos cincuenta años que
asegura llamarse Alton. "Estos blancos, gente del gobierno federal, llegaron
tarde, nos dividieron y nos trataron como basura", añade.

Salta a la vista que dentro y fuera del Superdome la totalidad de
los civiles son afroamericanos de todas las edades, que tienen en común el hecho
de ser pobres. Mujeres vestidas de harapos, jóvenes que llevan bolsos de la
compra como pantalones, hombres mayores que duermen en el medio de cajas y
basura. "Cuando pasó lo de la gran inundación en Asia - afirma con rabia
Katherine, una joven que dice haber perdido en los escombros uno de sus dos
pequeños- el Gobierno envió decenas de toneladas de ayuda en sólo 48 horas. Aquí
todos somos estadounidenses pero han tardado cuatro días en llegar. ¿Y sabes por
qué? Nos consideran como si fuéramos el fondo del barril, negros y pobres, la
hez. No les importamos nada". Un hombre mayor escucha, asiente y añade: "Si
después de cuatro días se han movido es sólo porque los políticos negros como
nosotros en Washington han presionado al Gobierno".

Por lo que cuentan, resulta que todos han sido cogidos desprevenidos
por el huracán. "Katrina pasó por aquí el sábado, la lluvia cayó violentamente,
pero después siguió adelante. El domingo el tiempo era feo, como suele ser en
esta temporada, y por la tarde, de repente, nos invadió el agua, hasta unos seis
o siete metros de altura. Hay quien vio tiburones, fue el caos. Muchos murieron
mientras dormían la siesta", recuerda un joven que luce una camiseta del equipo
de fútbol americano de los Saints.

Los desesperados del Superdome señalan como responsables de las
devastaciones al destino - ésta es la patria del vudú-, la pobreza, que les
impidió tener un coche para huir a tiempo, y el presidente George W. Bush, que
envió a Iraq a los agentes de la Guardia Nacional de Luisiana, quienes
normalmente controlan la resistencia de los diques del lago Pontchartrain
después de los huracanes. "Esta vez ellos no estaban y el domingo por la mañana
fueron los bomberos los que hicieron la inspección y no se enteraron de que a la
altura de la calle 17 el dique estaba a punto de derrumbarse", explica un hombre
que no quiere dar su nombre pero afirma ser un ex militar.

Todo ésto no significa que los refugiados sean partidarios de los
demócratas. En la explanada del Superdome es casi imposible encontrar alguien
que haya ido alguna vez a las urnas. Lo que prevalece es un sentimiento de
marginación, resignación, desconfianza hacia todo. "Estas personas no se fían de
nadie y además se desprecian a sí mismos", resume un joven afroamericano de
Austin (Texas), que está aquí para mantener el orden, vestido con el uniforme de
la Guardia Nacional. Los helicópteros que sobrevuelan el Superdome llevan
toneladas de agua, comida y provisiones. Después de la llegada de los agentes
del general Blum la situación en la ciudad parece más tranquila y el reparto de
ayudas se hace de forma rápida. Desde la orilla occidental del Mississippi
llegan camiones de la Bell South para restaurar la electricidad. Se construyen
puentes artificiales y los barcos de socorro recuperan, junto a los autobuses, a
quienes aún se encuentran en las zonas inundadas.

Los ingenieros del Ejército de Tierra y los bomberos de Nueva
Orleans han tomado el control de Canal Street - la vía principal del centro
comercial de la ciudad- tras haber restablecido todos los diques derrumbados.
Ahora las aguas del lago Pontchartrain ya no vierten en la ciudad y el próximo
paso será lo que activará las aspiradoras para secar las calles. Tardarán entre
48 y 60 días y nadie puede prever el estado en el que se encontrarán las miles
de viviendas inundadas.

El clima es más distendido desde que se recuperó la seguridad y se
evacuó el Superdome. También la refinería de la Shell, a la entrada de Nueva
Orleans, ha vuelto a funcionar. Sin embargo, ésto no significa que lo peor haya
terminado: por las calles del barrio francés siguen circulando los pick-up de
las bandas aunque, a diferencia de lo que pasaba veinticuatro horas antes, ya no
enseñan las armas. La lucha entre los ladrones y los policías radica en la
interceptación de los coches robados. También el coche donde iba este cronista
ha sido parado y controlado por la policía que, una vez segura de que no era
robado, lo requisó para llevar depósitos de agua a un centro de acogida de
refugiados a orillas del Mississippi.

LA VANGUARDIA DIGITAL
MAURIZIO MOLINARI - 05/09/2005
Nueva Orleans. Enviado especial

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