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Los niños invisibles calcinados en París

París no quiere a los pobres, sobre todo cuando son extranjeros.
París está celosa de su prestigio y belleza. Ante todo, es una capital, un
escaparate de la cultura francesa, que es una cultura del lujo y las cosas
bellas de la vida. Sólo acepta a los inmigrantes si son basureros o albañiles.
El extranjero que trabaja en París tiene que residir fuera. No hay una ley, pero
la exclusión se efectúa por medio del dinero. París será la ciudad de la gente
que tenga los medios para vivir en ella. A los demás se los empuja hacia los
suburbios, hacia la periferia de la vida, hacia los territorios de la miseria y
la soledad, espacios patógenos donde se desarrollan la delincuencia y el odio.
Quien alentó esta opción por su política no fue otro que Jacques Chirac cuando
era alcalde de París. Hacía falta ponerse del lado de los agentes inmobiliarios
y los demás hombres de negocios. Las víctimas no cuentan, puesto que no son más
que inmigrantes, gente pacífica que se contenta con poco.

Algunos se apiñan, no en los barrios elegantes, sino en aquellos
distritos que eran populares, como el XVIII o el IX. Allí subsisten vetustos
inmuebles cuyos propietarios sólo esperan una cosa, desocuparlos para
restaurarlos y revenderlos al precio actual. ¿Cómo conseguir que se vayan las
familias africanas, los inmigrantes legales o clandestinos? Se ha dicho que
algunos incendios no fueron accidentes. Nunca se ha probado, pero todo indica
que el fuego conviene a los agentes inmobiliarios.

Entre abril y agosto del 2005, 35 personas han muerto en esta clase
de incendios. Cada vez, los primeros que han muerto calcinados han sido niños.
París no quiere a los hijos de los inmigrantes. Los ignora. En el incendio del
inmueble ocupado por familias africanas, una madre pudo salvar a un hijo y
arrojó al otro por una ventana de la quinta planta. El niño arrojado no ha
sobrevivido. Y la madre, ¿conseguirá sobrevivir a este gesto? ¿Qué fantasmas
poblarán sus noches? ¿Qué sombras se abatirán sobre sus insomnios para hacerla
sufrir más? Una madre que sacrifica a uno de sus hijos esperando salvarlo está
condenada al dolor. En la religión islámica, se dice que son ángeles que irán al
Paraíso. Para aquellos que creen en Dios, es un consuelo, para los demás es una
herida infinita.

Siempre se podrá reprochar a los africanos que tienen demasiados
hijos, pero es una realidad que hay que afrontar: Francia no puede seguir
viviendo como si los millones de trabajadores venidos de fuera no fueran hombres
y mujeres con derecho a una vida digna. El problema no es nuevo. En 1985, los
incendios que asolaron algunas vetustas viviendas de los distritos XII y XVIII
causaron la muerte de nueve inmigrantes. Veinte años después, no se ha hecho
nada al respecto o, más bien, se ha hecho todo lo posible para desalojar a los
pobres con el fin de recuperar los inmuebles antiguos y convertirlos en
apartamentos con encanto que se venden a precios exorbitantes. El encanto de
París se edifica sobre cuerpos calcinados, sobre los esqueletos de niños
reducidos a cenizas. Se ha limpiado París: rara vez se ven inmigrantes. Los
inmigrantes causan temor, son gente extraña y extranjera. Después de cada
incendio, el alcalde se dirige al lugar, habla de su consternación y promete
cambios.

Para que no se quemen más niños en París, la solución es simple: una
nueva política de inmigración que se funde en el respeto, la dignidad y la
igualdad. ¡Palabras hueras, que no quieren decir nada en una capital donde el
precio del metro cuadrado de la vivienda vale en algunos barrios entre diez y
quince mil euros!

Mientras, los africanos no tienen más remedio que irse, lejos de los
barrios parisinos, recrear la aldea con su asamblea bajo el árbol y sus
numerosos niños; estar en otra parte quiere decir lejos, en una tierra que no
existe o sólo existe en los limbos de la nostalgia.

Si hoy se queman niños en la capital de la Ilustración, no es
casualidad, no es una fatalidad, es la consecuencia de una política que ve bien
a los inmigrantes con la condición de que sean invisibles, ligeros, ligeros como
transparencias que no hacen daño a la mirada.

LA VANGUARDIA DIGITAL
TAHAR BEN JELLOUN, escritor. Premio Goncourt 1987

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