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Decenas de miles de emigrantes centroamericanos cruzan México en busca del "sueño americano".

"Si me deportan 100 veces, 100 veces lo volveré a intentar.
Algún día llegaré". Así de claro habla Pedro Antonio, un salvadoreño de 24 años,
panadero, que ha sido detenido en México en dos ocasiones y devuelto a su país
de origen. "Tengo la confianza absoluta en Dios. Esta vez lo conseguiré". Su
objetivo es llegar a Los Ángeles, cueste lo que cueste. Allí tiene a una tía y
dos primos. "Tengo todo el tiempo del mundo. No hay prisa, porque Estados Unidos
no se mueve de donde está". Decenas de miles de migrantes centroamericanos
(salvadoreños, guatemaltecos, hondureños, nicaragüenses) piensan y actúan como
Pedro Antonio, en su intento de llegar a "los Estados" para hacer realidad el
"sueño americano".

En los primeros seis meses de este año, 115.343 extranjeros
indocumentados han sido expulsados de México, según el Instituto Nacional de
Migración. Casi la mitad fueron detenidos en el Estado de Chiapas, fronterizo
con Guatemala y principal puerta de entrada a México desde el sur. Para llegar a
su destino final, la geografía les obliga a recorrer como mínimo 3.000
kilómetros por territorio mexicano, de la frontera sur a la frontera norte, en
una carrera de obstáculos que puede incluir la deportación y la muerte.

Antes de entrar en México, muchos centroamericanos hacen una
parada en la Casa del Migrante de la ciudad guatemalteca de Tecun Uman, junto a
la línea divisoria marcada por el río Suchiate. Allí aguarda Pedro Antonio junto
a un numeroso grupo de compatriotas. Como Vilma, salvadoreña, de 38 años, que ha
dejado a sus tres hijos para tratar de llegar a Nueva York y trabajar "de lo que
sea"; Rubén Antonio, hondureño, de 19 años, que vivió seis meses en Miami hasta
que fue deportado a Tegucigalpa; o Erica Liliana, también hondureña, de 20 años,
madre de un hijo, detenida en Agua Caliente (Sonora) y repatriada hace tres
días. El equipaje de todos ellos es mínimo, dos pantalones y dos camisas como
mucho, y casi nada de dinero. "Para qué, si luego lo matan a uno y lo dejan por
ahí tirado", dice Vilma.

Los migrantes son objeto de extorsión, asaltos y agresiones de
diversa índole. La acusación más frecuente apunta a las pandillas o maras, que
actúan en Centroamérica y México, pero hay otros bandidos, asaltantes de
caminos, aprovechados y policías que ven en los migrantes un posible botín.
"Todos los cuerpos policiales se atribuyen el derecho de interceptar a los
migrantes, cuando sólo pueden hacerlo la Policía Federal Preventiva y la Policía
de Migración", precisa el padre Ademar Barilli, un brasileñoque dirige la Casa
del Migrante desde hace 11 años.

Rubén, un joven guatemalteco, tuvo que pagar 800 quetzales (84
euros) a la policía de su país. Ya en territorio mexicano, los soldados de un
puesto de control le exigieron 200 dólares (160 euros). El conductor del
triciclo que le transportó en Ciudad Hidalgo le cobró tres veces la tarifa
habitual y al llegar a la estación de tren, la Policía Sectorial le quitó el
dinero que le quedaba. El centro que dirige el padre Barilli proporciona
información de rutas, medicinas, comida, aseo y ropa. Desde enero ha alojado a
11.000 personas. Pueden quedarse hasta tres días, pero no suelen permanecer más
de uno. El 75% de los que intentan cruzar la frontera ilegalmente tiene
familiares en EE UU, explica el director de la Casa del Migrante. "Creo que más
del 50% consigue su objetivo. Estados Unidos sigue siendo el sueño, porque allí
se gana en una hora lo que aquí en un día".

Quienes llegan a Tecun Uman cruzan la frontera hasta Ciudad
Hidalgo (México) en rudimentarias balsas a través del río Suchiate, ante la
mirada impasible de soldados guatemaltecos y mexicanos apostados en las dos
orillas. Esas mismas balsas son el medio de transporte del contrabando hormiga
de gran cantidad de productos. El paso legal de la frontera es por el puente
internacional sobre el Suchiate. Allí la vigilancia no es mejor. Salí de México
en balsa y regresé por el puente sin pasaporte. Ningún soldado ni funcionario de
migración me pidió los documentos.

Casi ninguno de los migrantes admite haber contratado a un
pollero o un coyote, como se denominan en la jerga a los guías en el cruce
ilegal de las fronteras. Pero cuesta creer que puedan llegar a Estados Unidos
sin la ayuda de un conocedor de las rutas y de los puestos de vigilancia. El
tráfico clandestino de migrantes es un negocio rentable para los polleros, que
pueden cobrar hasta 8.000 dólares (unos 6.400 euros) por un pase con garantías.
El precio da derecho a tres intentos. Si fracasan en todos ellos, el pollero se
queda con el dinero y el migrante sin derecho a reclamación. Es poco común que
la víctima de un engaño denuncie al coyote o pollero en cuestión. "Suele ser el
vecino que ha ayudado a cruzar la frontera al hermano, al primo o al amigo. Es
el coyote del pueblo, que todo el mundo conoce. Hay un pacto de silencio entre
el coyote y el migrante", señala Gabriela Coutiño, portavoz del Instituto
Nacional de Migración (INM) en la ciudad de Tapachula, la ciudad más importante
de la frontera de Chiapas. "Esta es una delegación operativa a la que llegan
cada día decenas de detenidos. No tenemos tiempo de hacer estudios. En ocho
horas se les deporta a sus países de origen, dentro del Programa de Repatriación
Segura y Ordenada. La mayoría de detenciones de centroamericanos en México se
producen en Chiapas".

México tiene convenios migratorios con Guatemala, El Salvador
y Nicaragua para garantizar la repatriación de los deportados en condiciones
humanitarias. "Honduras no ha firmado el convenio porque las autoridades no
quieren a los emigrantes de vuelta. Desde el exterior pueden enviar remesas y en
su propio país serán unos desempleados más", opina un funcionario mexicano.

"Un migrante sin papeles no es un delincuente. Quien delinque
es quien trafica con ellos y abusa de su ignorancia", afirma Manuel Balcázar, de
la Unidad de Prevención del Delito del Gobierno de Chiapas. "Somos un mismo
pueblo dividido por una frontera". Balcázar recuerda que la inmigración
centroamericana nunca había sido una amenaza para México -"convivimos con ella
desde hace más de un siglo"-, y distingue tres tipos de migrantes que llegan a
territorio mexicano: "Los que van en tránsito hacia EE UU, los que vienen en
busca de trabajo aquí, y los delincuentes".

Las posibilidades de quienes se quedan en México son muy
limitadas: empleadas domésticas (en su mayoría guatemaltecas del departamento
fronterizo de San Marcos), prostitutas (hondureñas mayoritariamente), niños de
la calle (llamados canguritos) que venden cualquier cosa, y trabajadores
agrícolas, que son los únicos que poseen algún tipo de documento migratorio
expedido por las autoridades mexicanas. Las vendedoras en los mercados
(canasteras) cruzan la frontera cada día, por el río Suchiate o por el puente
Talismán.

El fenómeno migratorio rebasa la infraestructura del Gobierno
mexicano. Cada día son más los que intentan cruzar la frontera mexicana para
llegar a la frontera norte con Estados Unidos. Lo intentan tres, cuatro, cinco
veces. "La ley mexicana dice que la reincidencia se castigará con pena de
cárcel. Pero, ¿cómo vamos a meter en prisión a esa pobre gente? No tenemos
suficientes cárceles", enfatiza Coutiño.

En los últimos tiempos ha empezado a producirse un fenómeno
nuevo en Chiapas. Antes era un Estado sin apenas migración interna. Ahora,
autobuses repletos de gente salen todos los miércoles de numerosos municipios
chiapanecos y comunidades indígenas en dirección a Tijuana y otras ciudades de
la frontera Norte. Son los llamados tijuaneros, que transportan cada semana unas
1.200 personas rumbo a Estados Unidos para trabajar en los campos de caña de
azúcar, café, mango y plátano de los Estados del sur. Es un viaje de tres días
que cuesta el equivalente a 88 euros. La caída de los precios internacionales
del café, principal cultivo de Chiapas, es una de las causas del éxodo.

En los andenes de la estación de Tapachula, ocultos entre los
vagones, en las casuchas vecinas y en los alrededores, hay decenas de migrantes
que aguardan pacientemente la salida del tren de carga. Para dos jóvenes
hondureñas de San Pedro Sula es su segundo intento. La primera vez tardaron 13
días para atravesar México a bordo de ocho trenes distintos. Lograron llegar a
EE UU, pero fueron detenidas en Tejas por entrada ilegal, después de pagar 1.500
dólares al coyote que las abandonó, y devueltas a su país con la prohibición de
ingresar en EE UU durante cinco años. Están dispuestas a correr el riesgo para
llegar a Houston. ¿Y si las vuelven a detener? "Que sea lo que Dios quiera".

Historia de Lily


Lily tenía 18 años cuando llegó a México procedente de
Honduras. Había vivido lo suyo en el mundo de las pandillas hasta que no aguantó
más y emigró. Su destino era EE UU, donde viven sus padres, pero han pasado
cuatro años y el sueño americano quedó en Tapachula, a una hora de la frontera.

Lily se enamoró de un mexicano que la encaminó por
la senda que transitan tantas centroamericanas que se quedan en los pueblos de
la frontera sur. Al poco tiempo estaba bailando en un table dance (bares de
top-less) para unos tipos que no conocía. El alcohol y la droga hicieron
estragos y Lily quedó atrapada en las redes de la prostitución de la mano del
mexicano que la sedujo. Hasta que apareció un cliente con el que acabó
casándose.

La joven hondureña dejó la prostitución. Ha vuelto
a estudiar y está a punto de conseguir trabajo. Pero tiene miedo. El canalla se
resiste a perderla y se dedica a intimidar a la pareja. Lily sabe que detrás de
las amenazas hay un narcotraficante capaz de cualquier cosa. Puede que haya
llegado la hora de cambiar de residencia. "Tapachula siempre fue una ciudad
maldita para mí. Aquí caí en la droga y la prostitución", dice.

Los table dance han proliferado en la ciudad,
donde la mayoría de camareras, menores y sin papeles, se dedican al comercio
sexual. Las autoridades y la policía lo saben perfectamente, entre otras cosas
porque son clientes asiduos. Ello no impide que de vez en cuando la Policía de
Migración realice redadas que acaban con varias jóvenes deportadas a sus países.

Según cálculos de la Iglesia católica, en
Tapachula hay más de mil indígenas centroamericanas de entre 12 y 25 años que
trabajan como empleadas domésticas, camareras o ayudantes de cocina en
restaurantes. Perciben de 300 a 500 pesos mensuales (menos de 38 euros),
cantidades inferiores al salario mínimo en Chiapas, y sufren las mismas
humillaciones que padecen los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos.

ELPAIS.es
FRANCESC RELEA - Tapachula

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