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Zambullirse en una manifestación ultraconservadora es una experiencia casi religiosa, un viaje al centro de la intolerancia

La derecha católica, cuando se manifiesta, no puede ocultar su
condición; se le nota la falta de práctica. Es gente de orden, habituada a que
el poder legisle a la medida de sus convicciones morales, y siempre percibió las
protestas callejeras como un intolerable desafío a la autoridad. Pero hasta las
mentes más conservadoras acaban por progresar, y ahora han descubierto que las
movilizaciones no sólo sirven para reclamar derechos, sino también para
negárselos a los demás. Este es el relato de ese bautismo reivindicativo, un
viaje iniciático al centro de la intolerancia.
Con aire despistado, el cronista se desliza entre la
congregación 20 minutos antes de la hora fijada. La marcha contra los
matrimonios entre homosexuales arranca, significativamente, bajo la estatua de
Cibeles, la mitológica diosa de la fertilidad. Pero los aquí concentrados en
nada se asemejan a los estruendosos coribantes, los sacerdotes eunucos que
vestidos de mujeres rendían culto a Cibeles.

Hábitos y alzacuellos
Abundan las familias numerosas con todos sus pequeños, que
entre risas repiten los cánticos --"Queremos una madre que no tenga bigote",
"Como es masón, ZP se carga la religión"-- como si entendieran su significado.
Adolescentes de colegio de pago y ropa de marca, ancianos vestidos de domingo.
Feligreses casi todos, oyentes de la COPE en su gran mayoría. Obispos tras la
pancarta, entre la multitud curas en manga corta con alzacuellos y monjas
ataviadas con hábitos estivales. Banderas de España, estampas pías y nostalgia,
mucha nostalgia. Una masa con más prejuicios que complejos, cuyo rumbo
ideológico no conoce de atajos: siempre al fondo a la derecha.
Zambullirse como uno más en una concentración
ultraconservadora es una experiencia casi religiosa. En esta romería urbana, uno
de los gritos más coreados evoca una cita bíblica, "Dios nos creó hombre y
mujer", pero el nombre del creador está en boca de todos. Hasta la nube pasajera
que mitiga el sofocante calor es "un regalo del Señor", musita una señora
asturiana en su segunda visita a Madrid. "La otra vez fue cuando vino el Papa,
Dios le tenga en la gloria", recuerda añorada.
Como en los viajes papales, la Iglesia y sus parroquias han
dado fe, nunca mejor dicho, de su poder de movilización. En vez de retratos del
Pontífice, que alguno hay, esta vez los congregados enarbolan pancartas en favor
de la familia. La tradicional, por supuesto.
La leyenda más común, repartida por la organización, reza
sobre fondo rojigualda: Matrimonio=hombre y mujer. Otros carteles, a pesar de la
orden de los convocantes de evitar gritos contra los gays, los tachan de "okupas
del matrimonio". En este día del orgullo antigay, quien mejor expresa el sentir
colectivo es un joven murciano que clama ante el micrófono: "Los homosexuales
jamás serán iguales que nosotros".

Las dos Españas
Al acoger la protesta de un colectivo social contra otro,
heterosexuales contra homosexuales, Madrid escenificó por un día la resurrección
de las dos Españas, un fantasma felizmente enterrado desde la transición. Que
descanse en paz.

El Periódico
ENRIC HERNÀNDEZ
MADRID

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